domingo, 9 de diciembre de 2007

Historias de cuatroojos

“No eran gafas, gafas, sino gafas de juguete”, dijo la hija. En el barrio Niza, en Pasto. “¿Pero qué pasó, mija?”. “Pues que mi hermana Johana le rompió las gafas a Dani”. “¿Pero no me dice que eran de juguete?”. “Pero siempre me costaron veinte mil pesos y, pues, ella me las quitó, salió corriendo y al querer correrse las dejó caer y se rompieron”, repuso el otro. “Bueno yo le pago los 20, dijo la madre”. Y esa fue la primera historia.

La segunda fue en el baño, por culpa de una montura barata que alojaba un lente caro. La montura ya se había torcido y, de vez en cuando, el lente se zafaba. Esto sucedió justo cuando bajé la cisterna. El vidrio cayó en la taza y se fue, con el agua, por la cañería.

La tercera fue de un primo. Iba corriendo a su casa y tropezó. Las gafas cayeron al piso. Él perdió el equilibrio y se sostuvo con la mano en un poste, pero su pie derecho fue directo a los lentes. Además era un poco gordo, lo cual ayudó a que los volviera trizas.

Una amiga protagonizó la cuarta, cuando se le desapretó un tornillo de la montura. Se acercó a la ventana para ajustarlo, pero éste salió volando desde el tercer piso hasta la calle. Más tarde fue a la óptica para repararla.

En la quinta, mi hermano, cuando usaba gafas, antes de que se le arreglara la vista. Se torció su montura. La llevó donde papá para que la viera y éste último la tomó en sus manos y la enderezó de un tirón.

Un conocido, por su parte, usa gafas para leer en el computador. No sé cómo sucedió, pero a su montura le falta una pata. Así las usa todo el tiempo. Tampoco entiendo cómo hace para que no se le descuadren o se le caigan mientras lee. Y esa es la sexta.

Pero tal vez la más insólita de todas haya sido despertar y no encontrar los lentes en la mesa de noche. Buscarlos como un loco y no encontrar nada. Llamar a preguntar si se quedaron donde el amigo visitado la noche anterior y tampoco escuchar respuesta afirmativa. Oír el timbre dos días después, abrir la puerta y saludar al chofer del carro de la basura, quien sostiene el estuche con los lentes guardados allí y dice: “Señor, al parecer esto es suyo, con gusto se lo devuelvo, si me da una recompensa”.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Memorias de un estudiante provinciano (IV)

El otro día hablé con Ignacio y me contó que se bebió el dinero de su mesada. Sin embargo, llamó a su padre y le dijo que lo atracaron cerca de su casa, justo después de salir del cajero. Entonces logró que le enviaran más dinero. Yo no me siento capaz de hacer eso. De hecho, sólo lo pensé una vez. Me habían dado plata para unos libros y estuve tentado a decir que me costaron 30% más. Pero me tembló la boca y no dije nada. En realidad compré los libros, pero también había gastado otro resto en un almuerzo dominical, por lo cual quedé corto de dinero. Pero no me atreví a inventar nada para sacárselo a mis papás. De hecho, completé lo del mes cobrando por escribir los ensayos de historia de algunos compañeros y con eso reuní para lo de los buses y la comida en la universidad. Tuve que trabajar el triple, es cierto y, por eso, la casa está vuelta una porqueriza, pero resolví el problema. Y no me importa haber sacado menos nota que los demás, pues, a la larga, su calificación también es mía. Al fin y al cabo aprendí más. Pero sí me molesta que existan tipos como Ignacio: se la pasan bebiendo y gastando su plata con mujeres, mientras sus padres se rompen el lomo para mandarle más plata. Es más, mi hermano se topó el otro día con su papá, quien estaba muy conmovido y le contó lo del terrible atraco sufrido por Ignacio. “Imagínese que hasta le robaron ese maletincito que le regalamos de grado”, le dijo. “Si supiera que lo cambió por unas libras de marihuana”, pensé.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Pendencia contra el señor Valencia

Cierto día estuve en una tertulia a la cual habían invitado a Jaime Valencia para que nos hablara de su pasión por la música. Sí, era el integrante del dúo Ana y Jaime, quien después de recordar los años inmensos, hablar de su curso por décimo grado y cantar el jingle de Gudiz, contó algunas de sus experiencias con su hermana y la música. “Tuve tiempos muy difíciles”, dijo en algún momento. Obviamente no grabé la charla, pero las siguientes palabras, aunque no exactas, sí reproducen lo que dijo después: “Caí muy bajo. Para poderme sostener tuve que cantar una música horrible, esa música andina, yo no sé si ustedes habrán escuchado eso. No sé si la conocen, pero lo peor fue cuando tuve que grabar ‘La Vasija de Barro’…”.

El público rio, como cualquier público ignorante, para apoyar la afirmación del interlocutor. “Nooo. Es que con ese nombre: ¡Vasija de Barro!”, decían. Al final de la charla pregunté. Ninguno de los asistentes la había escuchado. Y no quise ocuparme de saludar al señor Valencia. Me bastó con su declaración sobre esta canción para no volver a escuchar una composición suya durante el resto de mi vida.

De cuando crecí en mi tierra natal, recuerdo que uno de los temas más aclamados, cantados con más pasión y cuya interpretación evocaba mayor sentimiento era ‘ Vasija de Barro’. Esa canción que habla de la muerte y la sepultura, de la unión con los antepasados, de la temporalidad del hombre. Esa melodía andina, lanzada en algún momento por el dúo Benítez y Valencia. “Y no se puede calificar el apego a las melodías tradicionales con el simple juicio de ‘una canción horrible’, máxime cuando éstas implican una evocación cultural que va más allá de la simple composición”. Eso pensé en un comienzo.

Hoy opino que el delito de Jaime Valencia es más grave de lo que creía. Leyendo publicaciones de la prensa ecuatoriana y, entre ellas, La Revista Virtual del Colegio de Artes Liberales de la Universidad de San Francisco de Quito, descubrí Vasija de Barro es, algo así, como un cadáver exquisito. Ni siquiera programado, sino espontáneo. La canción fue compuesta una noche en la cual el pintor Oswaldo Guayasamín invitó a unos amigos poetas a tomarse un coctel en su casa. Jorge Carrera Andrade escribió la primera estrofa, después de ver un cuadro de Guayasamín. Hugo Alemán escribió la segunda. El pintor Jorge Valencia, la tercera (quién iba a pensar que su homónimo demeritaría la canción casi 50 años después), Jorge Enrique Adoum escribió la cuarta y, al final, Carrera le pidió a Gonzalo Benítez que le pusiera música a ese poema. “Cogí la guitarra, el libro (Lo habían escrito en la tapa de un libro de Proust) y me quedé en una grada sentado por tres cuartos de hora hasta hacer la música. A las 11 y media o doce de la noche subí”, le dijo Benítez al periódico La Hora de Ecuador, en el año 2002.

‘Origen’ fue la pintura de Guayasamín que inspiró la canción. “Había pintado la vasija y dos esqueletos de chicos”, le dijo Benítez a la misma publicación. El pintor quiteño explicó que los incas eran enterrados en vasijas de barro. Entonces esta canción viene a ser una expresión de la herencia cultural andina. Y una expresión colectiva, pues fue escrita por cuatro manos que reflejaban una misma herencia. Es cierto, no a todos les gustará, como es el caso del músico tolimense de Café y Petróleo, pero sí es bueno respetar y no demeritar el valor de composiciones como ésta. A mí no me gusta el vallenato, por ejemplo, pero no me pongo a la tarea de criticar a quienes lo escuchan y hasta con placer he llegado a tocar algunos en la guitarra, para alegrar a sus simpatizantes (Eso sí, nunca me salen bien, no tengo la vena de ese ritmo). Además, reconozco que tienen un valor para la cultura colombiana. (Los más tradicionales, no los modernos de despecho). Pero en fin, ya es hora de que los colombianos de diferentes grupos de estilos aprendamos a valorar y a comprender los gustos, tradiciones y costumbres de los otros, sin ser excluyentes, pues hasta en eso estamos mal.

Y perdónenme por este post tan largo, sin embargo, habrá que volver sobre estos temas.

En el mosaico de fotos están (izq. Gonzalo Benítez. Arr. Der. Jaime Valencia. Ab. Der. Jorge Carrera Andrade). En la otra foto aparece el libro en el cual escribieron la canción.


viernes, 23 de noviembre de 2007

Si fundan la OCEVA, no me metan

El vendedor ambulante empuja su mentón hacia atrás, encoge el cuello, hace un pico con los labios, llena los pulmones de aire y empieza a gritar: ¡Oyabua ega, jresquiiit, ango erd, ango’ea zúcar! En un local de por ahí cerca, un anunciante (a veces vestido de payaso) al parecer informa las promociones: ¡Engaaa, bfotasf, fzfapatos, cafmifsetas, alf mejor precio! Como es normal, el transeúnte que haya sido cautivado por la oferta, se acerca al vendedor o al local y vuelve a preguntar los precios, las ofertas, los productos.

Y no son gangosos. Sólo que el peatón escucha la mezcla de sonido creada por el pregón. Aún no me explico el misterio: ¿a quién se le ocurrió que para que gritar fuerte había que montar todo este amago de técnica vocal descrito en las primeras líneas, cuando lo único que origina es una degradación del mensaje? Todos los vendedores que he visto juntan los dientes y modifican el rostro cuando gritan. Producen un sonido similar a la voz nasal, pero con mayor volumen y un mensaje inentendible. Y los animadores de local, armados de consola, bafles como para concierto de rock en la media torta y micrófono de Alta Frecuencia, depositan sus labios sobre la cabeza del adminículo, lo llenan de saliva y emiten una mezcla de ruido similar a un equipo de sonido cuando se le ha subido todo el volumen: lleno de fss, fsss, fsss.

Quien tenga un vago conocimiento de técnica vocal podrá decirme que cuando se vocaliza se escucha mejor y que a unos cinco o siete centímetros de distancia del micrófono, las ondas se captan y se amplifican mejor. Entonces ¿por qué nuestros vendedores callejeros adoptaron esos vicios? ¿No se habrán dado cuenta, durante años y años de oferta y demanda, que su pregón no es eficiente?

Pues ahí tenemos una tareita para todas esas ONG’s que andan buscando proyectos para sacarle dinero a las organizaciones intergubernamentales (OIG): un plan encaminado a mejorar la comunicación empleada por los vendedores ambulantes y volverla más efectiva. A ver si creamos la Organización para la Comunicación Efectiva de los Vendedores Ambulantes, OCEVA…

En fin, como decía el sabio Farhi, “Hay gente para todo”.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Memorias de un estudiante provinciano (III)

A Martínez lo conocí en un partido de fútbol. Yo iba llegando al área cuando éste me atravesó la pierna y me hizo rodar hasta la zanja que hay detrás de la cancha. Después de eso se armó la pelea, todos repartieron puños y patadas. “Sí están jodidos - dije yo - fue sólo una falta y ya”. “¿Es que acaso no vinieron a jugar fútbol”, dijo Martínez. “¿Cómo esperar jugarse un picado sin recibir ni un golpecito?” Me fui antes de que terminara la pelea. Igual ya habíamos ganado y terminamos segundos en el mini-torneo que organizamos. Después nos fuimos para el billar a tomarnos unas cervezas entre todos los que jugamos. Allá me encontré otra vez con Martínez. Entre copas hablamos de libros, nos hicimos amigos, criticamos todas las clases de la universidad, pagamos la barra libre y jugamos unas cuantas carambolas. Tal vez cincuenta. En esas quedamos cuatro y los demás se marcharon. El dueño del local estaba rematando el negocio y, por diez mil pesos, nos concedía todo lo que aguantáramos a tomar, con una condición: el decidía qué y en cuál orden lo servía. Empezó con un ron de caña, esos de etiqueta barata, y en seguida sirvió piña colada, aguardiente, vino, tequila y no sé qué más. Eso me contaron porque yo perdí la cuenta al tercer trago. Tenía cuatro o cinco cervezas encima más el licor que nos metió el tendero. Nunca me había emborrachado. Todo me daba vueltas. Quise salir a la calle y no pude. Di tres pasos y me fui de bruces contra la mesa de billar. Vomité en el piso y, cuando levanté la mirada, la vi a ella…

- ¿Guerreritos?

- Ahmmm!

- ¡Déjelo que está Borracho! No le haga caso

- ¿Pero alguien lo va a llevar?

- Ahmmm!

- ¡Claro! No ve que no puede ni hablar…

- Ma-ar- tínez Us-ted me llev--a. Podemor llevarla a…

- ¡No creo que Patricia se le pegue viéndolo con esa pinta, huevón!

Patricia dio la vuelta y un Sentra se detuvo al lado de ella. Subió y se marchó sin despedirse. Martínez me cargo como pudo y me echó en un bus con rumbo a su casa…

¿Nos preocupa el secuestro?

Un día llamé a una amiga con la que no hablaba desde hace tiempo. “¿Cómo estás?” - Le dije. “Mal” “¿Por qué?” “Secuestraron a mi novio”. Después de eso tratamos de charlar, pero a los dos se nos dificultó amenizar la conversación. Desde entonces no me he atrevido a tocar el tema con ella y, escasamente hemos hablado. Pero sí me he sentado a pensar en cuánto cambia nuestra visión, cuando las cosas nos suceden a nosotros. Ella bien pudo haber sido una de aquellas personas indolentes al tema del secuestro. Sin embargo, ahora quería tener una visión más amplia del conflicto colombiano y emitía sus propios juicios a uno y otro respecto. Nunca antes había opinado sobre el tema. A mí, en cambio, este problema siempre me ha deprimido. No lo he vivido en carne propia y tampoco lo han padecido personas más cercanas a mí. No obstante, cada vez que escucho la radio en las mañanas siento ganas de romper en llanto para acompañar la pena de quienes les leen mensajes a sus seres queridos en este medio. No saben si será posible que los escuchen. Adivinan, o mejor, están esperanzados, en que al menos un radio y un par de pilas los acompañen para que informalmente asistan a “su reunión familiar”. El dolor de estos familiares es tan desahuciado y desgarrador que hasta los radioescuchas más atentos ya nos sentimos cercanos a quienes están privados de su libertad. Tal vez todos nos hayamos enamorado de “Lizcanito”, “Monito” y tantos otros cautivos. Sin embargo, hasta desconocemos si aún están vivos o si les permiten escucharnos.

Seguramente todos nos habremos preocupado alguna vez por una persona que salió de casa, se demoró más de la cuenta y no llamó para avisar. Un hijo, hermano, pariente, pareja, amigo, etc. Y esa preocupación nos intranquiliza. “Tal vez se entretuvo en tal o cual almacén”, pensamos. “¿Al fin entraría a la película?” “¿Se encontraría con Fulano o Sultano?” “¿No conseguiría bus?” “¿Le pasaría algo?”. Bueno, y qué tal si “le pasó algo”. Imaginemos que esa persona no vuelve jamás. Desapareció. Nos enteramos que fue secuestrada… Así, tal cual fue ese sentimiento que nos invadió en esta milésima de segundo, es el que ha roto a muchas familias colombianas durante 5, 8 ó 10 años. Ése mismo llevó a Gustavo Moncayo a caminar cerca de 1.000 kilómetros, pidiendo solidaridad. Pero ¿Cuál fue nuestra respuesta? …Los mensajes de otros radioescuchas, los de la W radio en Colombia, son ‘ejemplares’: “¡no podemos darle ni un centímetro a esos delincuentes!” “¡No negocie con esos bandidos, presidente!” Y el peor de todos “Lo siento por las familias de los secuestrados, las respeto mucho, pero en toda guerra debe haber muertos y personas sacrificadas…” (Aclaro que estas frases no tienen las palabras exactas de cuando las oí, pero la esencia del mensaje sí es la misma). Con esta indolencia ¿qué podemos esperar? No sé cuál sea la solución más adecuada para negociar el retorno de los cautivos, pero sí me atrevo a decir que no sólo a los secuestradores les hace falta voluntad de negociación. En esa sopa también están el gobierno y la opinión pública. ¿Cuántos de ustedes, queridos lectores, piensan en una, dos o tres ocasiones al día en los secuestrados? Felicito a quienes levantaron la mano. A los demás los invito a expresar, con alguno de sus interlocutores cotidianos, al menos un gesto de malestar por la situación de ellos. Por lo menos a decir “¡Qué mal que esto exista!” - “¡Quisiera que los liberen!” “¿Será que puedo hacer algo al respecto?”. Seguro no aparecerán respuestas inmediatas. Pero sí iremos creando un inconsciente colectivo que nos obligará a idearnos el camino. Hoy no tenemos ese inconsciente. Pero cuando lo tengamos, pesaremos como multitud de opinión y seguro lograremos el retorno, de nuestros (porque son de todos) seres queridos.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Transporte ¿urbano?

Dos errores graves perjudican al transporte público de una ciudad como Bogotá: la desorganización y la incorrecta utilización. Lo curioso es que todos los involucrados en el negocio de la movilidad, es decir, peatones, pasajeros, empresas, conductores, entidades y cuantos queramos añadir, tienen un grado de responsabilidad en esos dos problemas. A las empresas y conductores, por ejemplo, no parece habérseles pasado por la cabeza que las máquinas se deterioran y en algún momento deben cambiarse o, por lo menos, repararse. ¿Cuántos buses no emiten mugidos como de elefante mal herido cuando frenan en alguna esquina? Y por cierto, ¡Frenan en las esquinas! Sí, en las bocacalles. No porque así se les antoje, sino porque a los peatones no se les ocurre mejor sitio para pedir el bus. Siempre nos hemos quejado de la falta de urbanidad de los conductores, pero somos los pasajeros quienes utilizamos equivocadamente los paraderos de buses. Generalmente, existe la concepción del paradero como el único lugar donde no se puede esperar transporte. Peor aún, algunos pasajeros se molestan cuando el bus los lleva 200 metros más allá de donde quieren, es decir, el lugar del paradero. Pero no sigamos eximiendo a los señores conductores, a quienes les agradan las carreras de obstáculos. En Bogotá, este tipo de competencia se asemeja al ciclismo de ruta: cuando un bus le lleva un minuto de diferencia a otro de su mismo itinerario, arranca un cabeza a cabeza para determinar quién saca la mayor diferencia. Lo insólito del hecho, es que, dado su afán por tomar la delantera, ninguno se detiene a llevar pasajeros. Tal vez si hubiese hinchas para este ‘prospecto deportivo’ la corrida resultaría interesante, pero hasta donde yo tengo entendido, la idea es transportar a los habitantes de la ciudad desde un destino hacia otro. Transmilenio, por su parte, ofrece todo un universo de situaciones para analizar. Pero atendiendo a los dilemas de organización y utilización, mencionemos sólo un par: hace poco la alcaldía optó por reorganizar las rutas. Los recorridos propuestos realmente podrían resultar eficientes si existiese algún tipo de manual para ayudar a interpretar los mapas de rutas, pues lo más normal es encontrase con personas que preguntan ¿qué ruta me sirve para ir a…? ¿Dónde para este Transmilenio? ¿Por qué no se detuvo en la estación anterior? Claro, también muchos usuarios, detenidos frente al cartel explicativo de los destinos, con el dedo índice derecho puesto en la estación de destino y el izquierdo en el número de la ruta indicada interrogan ¿Será que éste me sirve? En fin, el que esté libre de culpa…

La foto de la buseta verde de Somalia es de flickr pero, la verdad, ya no me acuero a quién se la robé, de todas maneras gracias....


domingo, 11 de noviembre de 2007

Las crónicas y relatos de J.A. Osorio

Hace unas semanas me deleité leyendo la reseña “Relatos, de John Cheever”, publicado por Camilo Jiménez en su blog. (http://elojoenlapaja.blogspot.com/). Yo no he leído a este autor, admito, además que no lo conocía. Pero, por alguna razón, la lectura de la reseña y de los comentarios me trajo a la memoria las crónicas y relatos de uno de los mejores cronistas bogotanos, uno que, además, la historia ha olvidado. Un autor que se dedicó a relatar la vida cotidiana, sobre todo, de la pobreza bogotana antes de los años 50. Se trata de José Antonio Osorio Lizarazo. Sus crónicas, cuentos y novelas corresponden, más que todo, a los años 30 y, tal vez, ofrece los textos más significativos de la llamada “Atenas Suramericana”, pues aunque Osorio alcanzó a vivir el bogotazo, para entonces ya estaba próximo a dejar de escribir, aunque murió 16 años después. J.A. Osorio, acompañaba a sus personas a vivir en la extrema miseria, se hacía amigo de ellos para poder relatar su intimidad, le cautivaban todos lo que estuvieran desde el centro de la capital hacia el sur, al parecer también se relacionó mucho con el gremio entonces agonizante de los tipógrafos, que luchaba por no desaparecer. No era activista pero sí ensayista y conocía muy bien las ideologías de los nacientes sindicatos. Pero más allá de retratar esa realidad, también inventó personajes con historias increíbles aunque posibles y encontró otros reales que parecían vivir su propio relato de ficción, tal como lo demuestran algunos apartes de la crónica “Pablo Emilio Mancera, el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector”, publicada por el diario El Tiempo, el 26 de marzo de 1939. (Parece que entonces los espacios eran más generosos con los títulos):

“Ahora Pablo Emilio Mancera, al filo de los sesenta años, está refugiado en un pueblo de la Costa, buscando un poco de calor personal para sus huesos envejecidos sin fruto personal. No en vano se mantuvo durante cuarenta años de pies ante un chibalete, en una diminuta imprenta que fue la única propiedad de su existencia… … ‘Una edición representaba, por consiguiente, algo más del salario correspondiente a un mes. Pero era indispensable que yo sostuviera el periódico, y así fui acostumbrándome a no comer. Y hoy, mi querido amigo, puedo vivir con dos panelitas de leche, un centavo de queso y un pan…’

… ‘Claro, compañero, cuando estos amigos míos alcanzaban posiciones ambicionadas, se avergonzaban de haber colaborado en cosa tan humilde y tan rebelde como mi periódico y me negaban el saludo, cuando iba a ofrecerles una suscripcioncita’.

… Lo acompañé a buscar (pedir) dos pesos por la ciudad para comprar media resma de papel. Anduvimos mucho. No quiso entrar a un café a tomar algo. ‘No hay tiempo, compañero. El periódico espera. Puede llover de un momento a otro, y la imprenta está a la intemperie. Hay que cubrirla. Además, si cae granizo, el tipo se daña’… …Así el periódico circulaba solamente cuando Mancera había conseguido tres pesos…

…Tenía, por primera vez, dinero. Me parece que con ocasión del cruel asesinato del general Uribe Uribe hizo una edición especial de La libertad, con intención consagraticia, y pudo incluir en ella un gran retrato del caudillo ultimado. Esta edición fue, acaso, la única que trascendió al público y no pasó, bajo el brazo de Mancera desde las cajas hacia las retinas de quien nunca habría de leerla. Me dijo que le habían quedado como cien pesos…

… ‘¡Cien pesos, compañero! Como para mejorar notablemente la imprenta Pero no me pertenecen a mí, propiamente, aun cuando los hubiera obtenido con mi trabajo… …había que invertirlos en la educación de los obreros. Meditamos, con Carlina mi mujer, muy detenidamente la cuestión. ¿Compraríamos unos libros, fundaríamos una escuela, crearíamos una biblioteca? Para cualquier cosa, cien pesos eran muy poco dinero. Podíamos fundar un sindicato, compañero, como base para que los obreros fueran siendo felices, por la conexión de sus aspiraciones’…

…Cuando Mancera vinculó su vida a la de la señora Carlina, ésta había aportado al hogar algún dinerillo. Precisamente de allí salieron los tipos que constituían la imprenta de La Libertad suspendida sólo hace algunas semanas cuando su director no pudo ya mantenerse de pues frente a los chibaletes donde se guardaban las pobres matrices fundidas hace treinta años… ‘Por fortuna con la plata de Carlina habíamos podido regalarle a la biblioteca del sindicato la Historia del Mundo en la Edad Moderna, muy bien ilustrada, en cuatro tomos, que costaron cien pesos ¿no, Carlina?’…

…Mancera tuvo un hijo, tal vez antes de su matrimonio… …un pobre muchacho desnutrido y flaco, que pagó la adolescencia y se sorprendió ante la juventud sin un amparo… un día (el hijo) me escribió una carta… ‘Usted fue amigo de mi padre y yo lo soy de usted. Mi padre ha hecho de su vida una lucha sin sentido, y yo no le he encontrado sentido a la mía. Ahora amo a una mujer, centralizo en ella este mismo sentido, pero ella pertenece a un boga. Se fue con él. Como ve, tampoco por este aspecto he podido encontrar el objeto de que me hayan puesto en el mundo. Qué dice, señor: ¿Los mató? ¿Me suicido?’

…Yo no le contesté nada…”.

Os saluda el calentamiento global

Nuestra situación es como la de un paciente con una enfermedad terminal. Sabe que poco a poco su existencia se irá diluyendo y que, en cualquier momento, todo habrá finalizado. Cuando es consciente de su padecimiento empezará a otorgarle el verdadero valor a una lágrima, a una sonrisa, a un amigo. A partir del diagnóstico, su vida correrá como en cámara lenta...

El mundo ya está diagnosticado también, pero sus familiares (nosotros) no hemos entendido la magnitud de la enfermedad. “No importa lo que hagamos ahora, el calentamiento aumentará: hay un tiempo de retraso antes de que el calor provoque todos sus efectos en la atmósfera… …Nuestra tarea es menos estimulante: contener el daño, lograr que las cosas no se nos escapen de las manos”, dice la revista Natgeo. ¿Muestran las fotos que acompañan este texto que las cosas no se nos han escapado de las manos? Es irónico que un fenómeno llamado calentamiento global traiga lluvias torrenciales e incomparables para la población. Y también es paradójico que nosotros, los tercermundistas, hayamos creído que éste era un problema sólo del primer mundo, que las olas de calor solo se verían en Europa, que las cosechas echadas a perder serían las norteamericanas, que los huracanes , las inundaciones, los congelamientos y las sequías eran problemas separados y de otro continente. Pero no, resulta que todo hace parte del mismo fenómeno. Así lo explica Al Gore en “An Inconvenient Truth”.

Lastimosamente, el problema también es nuestro. A comienzos de este año, un gran porcentaje de las cosechas de verduras y hortalizas se perdió a causa de una de las más fuertes heladas de nuestra historia. Hasta las lechugas se encarecieron. A mitad de año no caía ni gota de agua. Los bogotanos salieron a la calle en bermudas y hasta en bikini a gozar de las playas artificiales instaladas en los Almacénes Éxito. Gozaron de un verano sin mar ni río, pero con ciclovía. Los vendedores de bebidas hicieron su “agosto”. Y llegó noviembre con la mayor granizada de la historia (luego nos informaron que ni siquiera se llevan registros comparativos sobre esto, ¡vea Usted!) y con una noticia calamitosa (al menos para mí): desaparece el pan de $100, las tejas subieron un 300%, las construcciones de la capital colombiana no estaban preparadas para una catástrofe. Y dizque estamos alistándonos para un temblor. Pero aún, ¿si Bogotá no está prevenida, qué podemos esperar de las demás ciudades colombianas? Está muy bien que le sonriamos al clima, nos divirtamos con el sol y el hielo. Pero algo tendremos que hacer, sobre todo cuando los científicos advierten que los efectos se intensificarán cada año (y si ésta granizada fue así…). Ya es hora de que los ciudadanos y los gobiernos nos pellizquemos al respecto. No se trata de conservar el medio ambiente para las generaciones futuras, nosotros ya somos la generación futura.


Memorias de un estudiante provinciano (II)


02.

La verdad ya no sé cómo vestirme para salir de la casa. A veces me pongo una camiseta aprovechando el sol que se asoma por el pedazo de ventana de mi cuarto, pero me encuentro con una lluvia torrencial apenas a medio camino hacia la universidad. Es curioso: ésta siempre aparece cuando he olvidado el paraguas. De lo contrario, sólo hace frío. Y cuando salgo arropado hasta las narices, con chaqueta y bufanda, maldigo la canícula que se desata desde las diez u once de la mañana. Para rematar, el calor provocado por mi maleta llena de libros y cuadernos calienta mi espalda hasta que empiezo a desatar un sudor que pronto acompañan mis axilas. Así es como termino maloliente y acalorado. No obstante, el día no siempre termina así. A veces, el agua llega después de la calentura traída por el sol, justo antes de volver a casa. Como no he llevado el paraguas, toda mi ropa -y mi cuerpo hasta el cogote- se empapan de lluvia. Ésta me causa una terrible picazón en todo el cuerpo y, entonces, paso a darme arañazos por toda la piel para sentir, aunque sea, algo de alivio. Cuando entro a casa mojo todo el piso. Tiro la ropa por alguna parte. En lo que menos quiero pensar es en lavarla y en preparar algo de cenar. Me lanzo a la cama, me tapo con las cobijas y enciendo la radio, a ver si la música me consuela. Por eso, casi todos los días prefiero salir vestido de acuerdo con el clima matutino. Si está soleado salgo con ropa ligera y cargo chaqueta, saco, bufanda y paraguas en la mochila. Si está lluvioso salgo arropado con todo eso y cargo un maletín grande para luego tener donde guardarlo. Si sólo está frío, hago lo mismo, pero guardo el paraguas en el morral. ¡Claro! ¡No siempre recuerdo estas precauciones! Si voy de afán (lo cual es la mayoría de las veces) salgo sin detenerme en estos cuidados y entonces recibo la inclemencia del clima. De lo contrario, cuando recuerdo estar prevenido, el clima se mantiene inmutable, mientras yo marcho ‘inmutablemente incómodo’.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Memorias de un estudiante provinciano


01.
En mi casa la cena siempre es la misma. Uno tiene que acostumbrarse a olvidar la comida preparada por mamá porque aquí es muy difícil encontrarse con un plato igual o mejor. Claro, a veces, lo de mejor es imposible. Primero, no sé prepararlos. De hecho, nunca había sido consciente de la necesidad de aprender a cocinar. Hasta descubrí hace poco que mi único conocimiento culinario es freír huevos y hervir agua. Y no preparo huevos con cebolla ni tomate. A veces hasta quedan sin sal, pues el no dominar este tipo de procedimientos ocasiona olvidarse hasta de que la comida es sosa. Segundo, si llegara a encontrar un plato con tan buena sazón, me costaría un ojo de la cara, por lo cual jamás aspiraría a pagar por uno. Por eso, la cena siempre es la misma. Y después de borrar de la memoria la comida del hogar, termino yendo derecho hacia el perro de la calle, la arepa con ‘algo’ encima, la lata de atún. Pero no siempre se pueden comprar perros calientes. A veces son baratos, pero conseguirlos implica caminar unas cuantas cuadras de más. Luego, su precio se muestra tan bajo que despiertan poca confianza. Y si llueve, tampoco se puede llegar hasta el cochecito de “La Perrada de Ergar”. Después queda la arepa, pero no siempre se tiene ‘algo’ para ponerle encima y la carne desmechada no es fácil de preparar. Entonces se acaba siempre en el mismo lugar. Siempre, cada mes, después de intentar todas las alternativas, no se llega a concluir una solución diferente a hervir unos gramos de pasta y añadirle una lata de atún. Pero surge el consuelo repentino: “peor es nada”, pienso. Así que meto el tenedor en el plato, con el mayor de los gustos.

En fin, después de probar una comida chatarra u otra, se llega a pensar que aquí no se trata de disfrutar de la cena, sino de comer por obligación…

Espera la continuación de estas memorias...

jueves, 1 de noviembre de 2007

Les propongo ‘el canje’


Ser distraído puede ser una ventaja. Pero a veces es una lástima. Cómo quisiera recordar a quién diablos le presté El Cantar de Los Nibelungos. Me di al trasto buscándolo. Recorrí librerías y, al final, pagué más de lo que llevaba en el bolsillo (Le pedí dinero a mi novia). Me endeudé, pero lo compré. Lo leí. Abandoné las obligaciones por unos días sólo porque no podía despegarme de los avatares de Sigfried y todos esos elementos mitológicos allí mencionados. Esos que Harry Potter replica de manera sospechosa. Pero todo no podía ser perfecto. Al parecer se lo presté a una persona de confianza. Y tan confiable será, que ya no recuerdo quién era. No anoté. Y así se evaporó de mi biblioteca como otros tantos que creo tener y cuya ausencia descubro cuando quiero rebuscar una frase o episodio del libro. Se marchó a otros estantes junto con Niebla, Crimen y Castigo, El Juguete Rabioso, La Voz del Violín y quién sabe qué más. Claro, en el mío también aparecieron otros como la compilación de Novelas y Crónicas de J.A. Osorio. Pero nada recompensa Los Nibelungos. Bien me decían alguna vez que quien regala un libro es un gran hombre, mientras quien lo presta es un completo idiota. De ahí surgió para mí una nueva costumbre. “Si te presto un libro, tú me prestas otro igual de importante. Luego nos los devolvemos”.

miércoles, 31 de octubre de 2007

¡Malditos apátridas!

Sucedió en el 2004. Nosotros pujábamos y apretábamos el cuerpo cada vez que Boca Juniors se asomaba por el área grande. Unos metros más allá otros gritaban “y dale Booooca, dale Bo-ca”. Los hinchas xeneizes esperaban la goleada. Se sentían campeones después de haber dejado a River en el camino. “Y dale Booca, dale Booca”, gritaban a nuestra oreja. Nosotros no decíamos nada. De todas formas éramos menos y no queríamos alegar con nadie. La situación mejoró cuando un tiro de Soto pegó en el travesaño. Los Xeneises enmudecieron…

El partido terminó cero a cero y los boquenses de nuestro lado se marcharon cabizbajos. No estábamos en la bombonera. Simplemente en una casa igual a otras tantas de clase media bogotanas. Y los de nuestro lado no eran argentinos sino colombianos comunes y silvestres como nosotros. ¿Entonces por qué diablos gritaban a favor de Boca? Tal vez porque hacen parte del grupo de apátridas que disfrutan y son felices cuando a Colombia le va mal. Iguales a quienes en el Campeonato Mundial de Patinaje de Cali deseaban que otro país fuera campeón. Los mismos que no pueden ver triunfos de un equipo que no sea el suyo, ni de una disciplina o deporte diferente a la de su gusto. “¿Qué ha hecho Santiago Botero?”, me preguntaba uno de ellos. “La ignorancia es atrevida”, pensé. Y lo peor es que a gran parte de ellos les encantaría volverse adeptos de la Iglesia Maradoniana, la cual escribo con mayúscula solo por creer que es nombre propio. ¡No señores! A mí no me estresa ni me incomoda que a Millonarios le vaya bien en la Sudamericana. El ser hincha de América no me significa un impedimento. Si les va bien, hasta los felicito. Pero jamás me trasnocharía porque no ganó Boca, ni me uno a quienes sostienen que el club argentino le regaló esa copa al Once, porque le dio lástima. ¡Ay, señores! Celebren lo suyo. No se trasnochen por cuestiones de otros que, al fin y al cabo, no creo que el señor Macri se preocupe porque un colombiano apátrida apoyó al Cúcuta o al Once en lugar de a su sagrado Boca Juniors.

domingo, 28 de octubre de 2007

El bus de las 4:30

Así es, Señor. Vendo dulces en los buses. Uno en doscientos, tres en quinientos, siete en mil, eso mismo y sólo eso. ¿Por qué? Porque me da la gana. ¿Ha pensado alguna vez si alguien tiene alguna otra razón para vender dulces en los buses? Sí, es verdad. Es posible ganarse unos quince mil o veinte mil pesos diarios en esto. A algunos les va mejor. Pero, la verdad, no me preocupa. Yo no los vería como competencia ¿sabe? Claro, de todas formas mi caso es diferente. Yo no vendo dulces para ganarme la vida. Mis padres pagan mis estudios y mi sustento en esta ciudad. Con algún trabajo complementario que alguien me encarga -pues soy buen estudiante y gracias a ello mis profesores me han recomendado en algunas empresas- suplo los gastos de un universitario normal. No, materiales y fotocopias, no. Eso viene incluido en lo que me dan mis padres. Los gastos de un universitario normal son cosas como cerveza, trago, rumba, taxis y todo aquello que los progenitores de un mal o buen estudiante desconocen. Así que no tendría ninguna razón para pretender robar un bus. A propósito, ¿por qué ustedes detienen a los vendedores de los buses? ¿Por qué nos tiene aquí? ¿Acaso creen que somos una caterva de ladrones? ¡¿Por seguridad?! ¡Por seguridad! Yo a ustedes los he visto cargarse vendedores de buses a macanazos en sus dichosos camiones de policías. Por eso todos corren y se esconden cuando los ven venir. En realidad no creo que haya ninguna orden oficial contra los vendedores de buses, porque seguramente nadie habrá regulado sobre eso. Recuerde que en este país todo debe estar prescrito, proscrito o como se llame para que las supuestas autoridades como ustedes actúen en consecuencia. Y nada se regula si no se demanda, o se necesita un impuesto. Y hasta ahora no hemos sabido si a alguien se le haya ocurrido demandar la venta en los buses por competencia desleal o si, simplemente, hayan querido chantarnos un arancel de cámara y comercio por cuenta de vender 7 dulces en los buses. Sí, señor, ya le dije que soy estudiante. Estoy terminando mi carrera, por lo tanto no soy ningún ignorante, yo sé de estas cosas. ¿Ladrón? ¿Ladrón? Vaya a ver si ustedes tienen idea de quiénes son los ladrones. Y luego dicen que son policías. ¿Cuántos ladrones cree usted que venderían dulces en los buses? ¿Eso no sería contraproducente? Precisamente vender dulces en los buses es una manera más elegante de mentir. De hecho los compradores nunca se sienten estafados y siempre están satisfechos. No hay mejor negocio que éste, pues usted no necesita tener servicio al cliente. Si el lapicero sale malo y no dura más de un par de días, cualquier peatón no juzgará mal al vendedor. “Pobrecito - dirían - igual no tiene más de qué vivir, había que ayudarlo. Mal que bien yo algo tengo y puedo comprar otro lapicero. La verdad lo hacía por colaborarle”. Y lo sé porque muchos de mis compañeros de universidad piensan eso. Entonces póngase a pensar, quién diablos se subiría como vendedor a un bus para estudiar un robo. Sobre todo porque no tendría oportunidad de sacar conclusiones y volverse a subir al mismo bus y encontrar a la misma gente y en la misma posición. ¿Es que ustedes no piensan? Yo he visto a los verdaderos atracadores de buses. Suben. Sacan un arma. Se la ponen a alguien en el cuello, lo intimidad y le quitan, generalmente el teléfono. Dicen que algunos atracan a todos los pasajeros y luego se bajan. Esos llevan armas de fuego, pues un cuchillito no le gana a la cruceta o la varilla de metro y medio del busetero. ¡Ah, entonces terrorismo, me dice usted, que puede estar planeando un atentado, que ustedes no saben qué esté tramando yo! Valiente manera de pensar la suya. “¡Como no lo pude acusar de una cosa, pues chantémosle otra!” No, señor, así no son las cosas. En primer lugar no hay ni conmoción interior para qué usted me detenga por terrorismo por el simple hecho de vender unos cuantos caramelos en un bus. Y en segundo lugar qué tipo de equipo me encontró usted para yo recolectar información sobre las rutas del transporte público. No, no, no. Ni más faltaba. ¿No se les ha ocurrido a ustedes que los terroristas andarán por ahí como pasajeros normales y cuando se bajen irán a su escondite a tomar nota? Si fuera terrorista, vender dulces en los buses jamás se me pasaría por la cabeza… … ¿¡24 horas!? ¿Qué eso es lo mínimo? ¡Señor, eso es injusto! Mañana tengo un examen, déjeme ir, ¡yo no he hecho nada malo! Sí señor, eso digo, no estoy necesitado. Es la verdad. No soy ningún mentiroso. ¿Es difícil de aceptar? No paso necesidades, no hago esto por beneficio económico. Ya sé, ya sé. Me lo ha dicho cientos de veces. Ese argumento es muy sospechoso. Pero ustedes jamás entenderían. Está bien, está bien. Vendo dulces en los buses. El dinero no me interesa. ¡Déjeme terminar, aunque sea! No me interesa el dinero. Siempre tomo la misma ruta, es verdad. No la cambio. Subo y bajo en un Unicentro, desde la avenida 19. Se va por la séptima, de los que cuestan mil cien pesos. Unos buses grises, con una franja verde y otra amarilla. Tienen los conductores peor educados de Bogotá. Cuando un pasajero da un timbrazo de más, pidiendo la parada, se detienen, abren la puerta y clavan su mirada en el espejo de la escalera de descenso. Cuando el pasajero está a punto de convertirse en transeúnte y tiene un pie en la calle y otro en la escalera del bus, aceleran para que éste se golpee. Lo tomo a las 11 de la mañana los martes. Los demás días a las 4:30, excepto el lunes, porque mi horario no me lo permite. Hago dos viajes, generalmente con la esperanza de encontrar lo que busco: una mujer. La vi por primera vez en ese bus. Es hermosa ¿No cree usted en el amor a primera vista? La he escuchado hablar por teléfono celular con sus padres o algún amigo. De ahí deduje que tiene un corazón noble. Siempre quiere ayudar. Estudia en los Andes, según sospecho. Su rostro, sus labios, sus ojos y su cuerpo me encantan. Es una composición perfecta. Ternura y belleza. Parece sacada de algún cuadro fantástico. Pero sólo la vi dos veces. Tomó mi mismo bus en la primera ocasión. Yo lo había abordado en la Colina Campestre. Ella se subió cerca de Unicentro. Y yo siempre había esperado toparme con una mujer así en el bus. Siempre imaginé que la casualidad alguna vez me reservaría la oportunidad de sentar a una mujer hermosa junto a mí en el bus, en un viaje de una hora, o tal vez más. Entonces yo le hablaría, nos gustarían las mismas cosas y hasta acordaríamos salir. Pero ella también tuvo la oportunidad de elegir y prefirió el asiento diagonal a mí banca, que también estaba disponible. No voy a su misma Universidad, pero sí a una cercana. Por eso supe dónde estudiaba. La segunda vez que la vi, ella estaba tomando la misma ruta de bus, pero de regreso. Era la misma que tomamos la vez pasada. Pasaron otras similares y con puestos disponibles pero no los escogió, porque estos buses grises son nuevos y más cómodos. Yo corrí a tomar el mismo bus, pero no lo alcancé. Entonces la vi partir hacia el norte con su mirada clavada en el cielo a través del vidrio del costado derecho del vehículo. Desde entonces decidí buscarla. No sé si seré capaz de hablarle cuando la encuentre. Pero la busco. Y no encontré mejor recurso que vender dulces en los buses.

¡Muy buena foto la de Chocolate_buttons! Espero también me disculpe la copiada. Pueden visitar su flickr en: http://www.flickr.com/photos/picturingsongs/ También me traje una de www.busesdebogota.com


sábado, 27 de octubre de 2007


Conversación de Messenger

-Tonces!

-Qué más!

-Vamos a ir a almorzar o qué?

-Ya?

-Chino, necesito comer rápido

-Comer rápido o salir temprano?

-No entiendo

-Pues si quiere ir a indigestarse y embutirse toda la comida de un trago, no cuente conmigo, pero si quiere que salgamos temprano, es decir, antes de la una, lo acompaño

-Jajaja. - No fresco, temprano

-Oiga tengo que comentarle una cosa

-Soy todo oídos

-Bueno, será ojos, porque no quiero conectar el micrófono, así que le tocará leer

-Jajaja - dígame entonces

-Habló con esta vieja?

-Cuál?

-La de ayer

-(Muñequito)

-???

-(Muñequito, Muñequito)

-No le entiendo

-Ud. Cómo sabe eso

-(Muñequito)

-Qué pasó

-Pues yo estaba con Ud.

-(Muñequito) - Nooooooooo! A qué horas. Yo me fui solo

-Yo llegué al billar, no se acuerda?

-Uy! yo estaba muy peo

-Quéééééééé?

-Borracho

-Ah….

-Yo no me acuerdo de nada. Pero esa vieja amaneció en mi cama

-Cómo así!!!!?

- Yo no sé! Pero estaba ahí desnuda y yo también...

-Nooo! Ud. Cómo ...

-(Muñequito)

-(Muñequito)

-(Muñequito, Muñequito)

-(Muñequito)

-Jajajaj! - De dónde sacó ese

-Un amigo lo tenía. Yo no sé de dónde es que se los bajan

-Eso es un misterio. Mire estos que tengo yo - (Muñequito, Muñequito, Muñequito, Muñequito)

-Jajaja! Ese tercero está bueno

-Y párele bolas a éste (Muñequito)

-Ah! No, ese es Ud. Así estaba anoche

-Uy sí! Y qué dirá la jefe?

-Pues no creo que cuente que amaneció con Ud.

-Ella qué le dijo?

-No, yo no soy capaz de hablarle

-Y no le hable a nadie de la oficina porque ya todo el mundo sabe de su mal gusto. Jajaja!

-Grave, loco. Ahora sí ya no me para bolas la monita

-Jajaja! Y terminó con el novio ayer

-No jodás!

-Para que vayás viendo!

-Bueno qué hora es

-Toca almorzar, vamos o qué?

-Listo, oiga, de quién es este libro que está acá

-Es mío, lo que pasa es que se corrió de mi escritorio y le invadió el suyo, qué pena, ala!

-Ah! Entonces tome pa’llá!

-Uhmmmm! Mijo, pero usted ayer regó café y mojó hasta mis papeles y no dijo nada!

-Camine, pues!

-(Muñequito)

-(Muñequito)

-“X amigo” aparece como no conectado

-(Cerrar cesión)

viernes, 26 de octubre de 2007

Unas palabras...

Correveidile

Como esta palabra no se ven dos. Esas terminadas en ‘mente’ provocan un tintineo molesto en los oídos y se tornan monótonas. Los verbos, por su parte, tienen un final esperado: ar, er o ir. A veces disimulan con sus conjugaciones pero, en el fondo, eso no constituye más que maquillaje de gramática. Los adjetivos y los adverbios pueden sonar hermosos, aunque por sí solos no son nada. Contraen una apariencia difusa dependiendo del juicio caprichoso de un autor, en asociación con las palabras que acompañan. ‘Sucio’, por ejemplo, puede inspirar belleza para alguno, y horripilación para otro. Y los sustantivos. ¡Oh los preciados sustantivos, sin los cuales hablar es imposible! Pues estos se convierten en el terreno de invasión de los demás signos lingüísticos que quieren significar y a la vez sorprender. Celular, como evidencia, se volvió sustantivo. Paginación, de un momento a otro apareció como tal. “La paginación está mal”, decimos. Y así se crean tantos adefesios semánticos con forma aceptable pero fondo perverso, y viceversa. ‘Monitoreo’, por ejemplo, y su pariente ‘monitorización’ me revuelcan el hígado. ¿Y qué tal otros híbridos disfrazados de sustantivos como ‘inalámbrico’ (¿me pasas el inalámbrico?) o lateral (¿Quién juega de lateral?)…

Pero entre la piedras nacen flores, decía un amigo mío, y ahí tienes al correveidile, otro producto de la mutación lingüística. Éste es más antiguo que los ya mencionados. Pero tiene gracia en la forma y en el fondo. No tintinea en el oído. Suena melodioso. Integra tres verbos en un sustantivo y tiene una picardía especial para designar un significado extenso. El castellano no pudo dar mejor premio a los chismosos que un sustantivo de este tipo.

¿Cómo lo ves, Franco?...

miércoles, 24 de octubre de 2007

Con otros ojos...

Regálenme pa’un pan

El vendedor se sube al bus y cuenta una historia triste. Muestra una herida horrible en su abdomen, la piel pudriéndosele en la pierna, una cicatriz de cuando vivió en un caño y sumido en las drogas, habla de un hijo necesitado de medicamentos caros, dice tener hambre o haber salido de la cárcel hace dos horas y que estuvo allí durante dos años por un crimen que no cometió. Nos conmueve. Tenemos los ojos aguados. Nos impresiona con su conversión a Cristo o su habilidad para declamar poesía. Y aflojamos el puño en el bolsillo. Le compramos sus lápices cuya punta no traza más de dos líneas, o los deliciosos dulces Italo, los lapiceros que no duran más de una semana. Otros le dan dinero, pero no le piden nada a cambio. Su mano recibe monedas de distintas nominaciones. Agradece y se baja con 2.000, 4.000 ó 5.000 pesos, dependiendo de la faena. “Pobre hombre”, dijimos. “Había que ayudarle”. “No quisiera estar en esa situación, mal que bien yo tengo trabajito”. Dos o tres abordan el bus en similares condiciones. Cuando llegamos a casa, concluimos que un taxi hubiera costado lo mismo. Hubiésemos viajado más cómodos, traeríamos menos cosas inútiles y quizá, sólo quizá, no estaríamos tan mojados. Pero ayudamos. ¡Oh sí! ¿Pero a quién le ayudamos en realidad? ¿No es el dinero traicionero? Hace un año o dos El Tiempo publicaba una entrevista a un hombre que se ganaba la vida pidiendo plata en los buses. Ese era SU TRABAJO, según él. Contaba que lograba reunir hasta un millón y medio mensuales. Gastaba quinientos mil en una pieza, algo más en comer y el resto en alcohol, drogas y - ojalá - rocanrol. No, señor, entonces tal vez no lo ayudamos. Algunos sí pedirán por necesidad, pero como estamos en Colombia, a estos, seguro, no les va tan bien. ¿Cómo podemos determinar esto, nosotros, los ciudadanos inocentes? Mi padre, tan sabio como cualquier padre, me recordará el ejemplo de los Sacerdotes Capuchinos. Ellos recomiendan ser caritativos, pero nunca regalar dinero. “Mejor dar un cuarto de arroz que cinco mil pesos”, decían. (En mi tierra un cuarto equivale a 5 kilos). Pero luego, a este noble periodista le cuentan de pobres que piden ropa, mercado, cualquier otra cosita y después todo lo venden para recaudar el fondo de sus vicios. ¡Ay de nosotros, caritativos pasajeros de bus! Y pensar que tengo amigos docentes y periodistas, cuyo salario apenas supera el mínimo. Gracias a la generosa reforma laboral de nuestro gobierno, sus contrato es de prestación de servicios, entonces de esa suma les descuentan un 10 por ciento de retención y deben destinar poco más de cien mil pesos para pagar salud y pensiones. Lo sorprendente es que más tarde los ves compadeciéndose de un pobre vendedor de bus o de un desplazado que, según lo he visto en las noticias, recibe un subsidio de trescientos mil pesos mensuales. Casi lo mismo que te queda de un salario mínimo devengado como prestación de servicios. Pero los hombres honrados siempre seremos inocentes y caritativos. Claro, otros nos aburrimos, por eso yo hace mucho preferí desconfiar y ya no compro en los buses, ni regalo una monedita en la calle.

Le doy las gracias a "Michael" por la foto de Flickr y le pido disculpas por tomársela prestada. Pueden vistarlo en http://www.flickr.com/photos/michaelpt/


Unas palabras...

Me encantan los chistes de Condorito. Recuerdo uno en el que nuestro chileno amigo lucía gafas oscuras en una calle de Pelotillehue y de su cuello colgaba un letrero con la leyenda: “Sordo y Ciego”. Pasó una gorda, le echó una moneda en el sombrero y sin querer lo pisó. “¡Vieja desgraciada, se ve que pesa más de una tonelada!”, le gritaba Condorito, entre otras cosas. Ya imaginarán como continúa el resto del chiste. Pero esta revista siempre fue demostrativa de nuestra cultura latinoamericana. Ahí estamos pintados.

Prueba

Estoy realizando algunas pruebas para volver... Published with Blogger-droid v1.3.4