La segunda fue en el baño, por culpa de una montura barata que alojaba un lente caro. La montura ya se había torcido y, de vez en cuando, el lente se zafaba. Esto sucedió justo cuando bajé la cisterna. El vidrio cayó en la taza y se fue, con el agua, por la cañería.
La tercera fue de un primo. Iba corriendo a su casa y tropezó. Las gafas cayeron al piso. Él perdió el equilibrio y se sostuvo con la mano en un poste, pero su pie derecho fue directo a los lentes. Además era un poco gordo, lo cual ayudó a que los volviera trizas.
Una amiga protagonizó la cuarta, cuando se le desapretó un tornillo de la montura. Se acercó a la ventana para ajustarlo, pero éste salió volando desde el tercer piso hasta la calle. Más tarde fue a la óptica para repararla.
En la quinta, mi hermano, cuando usaba gafas, antes de que se le arreglara la vista. Se torció su montura. La llevó donde papá para que la viera y éste último la tomó en sus manos y la enderezó de un tirón.
Un conocido, por su parte, usa gafas para leer en el computador. No sé cómo sucedió, pero a su montura le falta una pata. Así las usa todo el tiempo. Tampoco entiendo cómo hace para que no se le descuadren o se le caigan mientras lee. Y esa es la sexta.
Pero tal vez la más insólita de todas haya sido despertar y no encontrar los lentes en la mesa de noche. Buscarlos como un loco y no encontrar nada. Llamar a preguntar si se quedaron donde el amigo visitado la noche anterior y tampoco escuchar respuesta afirmativa. Oír el timbre dos días después, abrir la puerta y saludar al chofer del carro de la basura, quien sostiene el estuche con los lentes guardados allí y dice: “Señor, al parecer esto es suyo, con gusto se lo devuelvo, si me da una recompensa”.
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