Un día llamé a una amiga con la que no hablaba desde hace tiempo. “¿Cómo estás?” - Le dije. “Mal” “¿Por qué?” “Secuestraron a mi novio”. Después de eso tratamos de charlar, pero a los dos se nos dificultó amenizar la conversación. Desde entonces no me he atrevido a tocar el tema con ella y, escasamente hemos hablado. Pero sí me he sentado a pensar en cuánto cambia nuestra visión, cuando las cosas nos suceden a nosotros. Ella bien pudo haber sido una de aquellas personas indolentes al tema del secuestro. Sin embargo, ahora quería tener una visión más amplia del conflicto colombiano y emitía sus propios juicios a uno y otro respecto. Nunca antes había opinado sobre el tema. A mí, en cambio, este problema siempre me ha deprimido. No lo he vivido en carne propia y tampoco lo han padecido personas más cercanas a mí. No obstante, cada vez que escucho la radio en las mañanas siento ganas de romper en llanto para acompañar la pena de quienes les leen mensajes a sus seres queridos en este medio. No saben si será posible que los escuchen. Adivinan, o mejor, están esperanzados, en que al menos un radio y un par de pilas los acompañen para que informalmente asistan a “su reunión familiar”. El dolor de estos familiares es tan desahuciado y desgarrador que hasta los radioescuchas más atentos ya nos sentimos cercanos a quienes están privados de su libertad. Tal vez todos nos hayamos enamorado de “Lizcanito”, “Monito” y tantos otros cautivos. Sin embargo, hasta desconocemos si aún están vivos o si les permiten escucharnos.
Seguramente todos nos habremos preocupado alguna vez por una persona que salió de casa, se demoró más de la cuenta y no llamó para avisar. Un hijo, hermano, pariente, pareja, amigo, etc. Y esa preocupación nos intranquiliza. “Tal vez se entretuvo en tal o cual almacén”, pensamos. “¿Al fin entraría a la película?” “¿Se encontraría con Fulano o Sultano?” “¿No conseguiría bus?” “¿Le pasaría algo?”. Bueno, y qué tal si “le pasó algo”. Imaginemos que esa persona no vuelve jamás. Desapareció. Nos enteramos que fue secuestrada… Así, tal cual fue ese sentimiento que nos invadió en esta milésima de segundo, es el que ha roto a muchas familias colombianas durante 5, 8 ó 10 años. Ése mismo llevó a Gustavo Moncayo a caminar cerca de 1.000 kilómetros, pidiendo solidaridad. Pero ¿Cuál fue nuestra respuesta? …Los mensajes de otros radioescuchas, los de la W radio en Colombia, son ‘ejemplares’: “¡no podemos darle ni un centímetro a esos delincuentes!” “¡No negocie con esos bandidos, presidente!” Y el peor de todos “Lo siento por las familias de los secuestrados, las respeto mucho, pero en toda guerra debe haber muertos y personas sacrificadas…” (Aclaro que estas frases no tienen las palabras exactas de cuando las oí, pero la esencia del mensaje sí es la misma). Con esta indolencia ¿qué podemos esperar? No sé cuál sea la solución más adecuada para negociar el retorno de los cautivos, pero sí me atrevo a decir que no sólo a los secuestradores les hace falta voluntad de negociación. En esa sopa también están el gobierno y la opinión pública. ¿Cuántos de ustedes, queridos lectores, piensan en una, dos o tres ocasiones al día en los secuestrados? Felicito a quienes levantaron la mano. A los demás los invito a expresar, con alguno de sus interlocutores cotidianos, al menos un gesto de malestar por la situación de ellos. Por lo menos a decir “¡Qué mal que esto exista!” - “¡Quisiera que los liberen!” “¿Será que puedo hacer algo al respecto?”. Seguro no aparecerán respuestas inmediatas. Pero sí iremos creando un inconsciente colectivo que nos obligará a idearnos el camino. Hoy no tenemos ese inconsciente. Pero cuando lo tengamos, pesaremos como multitud de opinión y seguro lograremos el retorno, de nuestros (porque son de todos) seres queridos.
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