viernes, 23 de noviembre de 2007

Si fundan la OCEVA, no me metan

El vendedor ambulante empuja su mentón hacia atrás, encoge el cuello, hace un pico con los labios, llena los pulmones de aire y empieza a gritar: ¡Oyabua ega, jresquiiit, ango erd, ango’ea zúcar! En un local de por ahí cerca, un anunciante (a veces vestido de payaso) al parecer informa las promociones: ¡Engaaa, bfotasf, fzfapatos, cafmifsetas, alf mejor precio! Como es normal, el transeúnte que haya sido cautivado por la oferta, se acerca al vendedor o al local y vuelve a preguntar los precios, las ofertas, los productos.

Y no son gangosos. Sólo que el peatón escucha la mezcla de sonido creada por el pregón. Aún no me explico el misterio: ¿a quién se le ocurrió que para que gritar fuerte había que montar todo este amago de técnica vocal descrito en las primeras líneas, cuando lo único que origina es una degradación del mensaje? Todos los vendedores que he visto juntan los dientes y modifican el rostro cuando gritan. Producen un sonido similar a la voz nasal, pero con mayor volumen y un mensaje inentendible. Y los animadores de local, armados de consola, bafles como para concierto de rock en la media torta y micrófono de Alta Frecuencia, depositan sus labios sobre la cabeza del adminículo, lo llenan de saliva y emiten una mezcla de ruido similar a un equipo de sonido cuando se le ha subido todo el volumen: lleno de fss, fsss, fsss.

Quien tenga un vago conocimiento de técnica vocal podrá decirme que cuando se vocaliza se escucha mejor y que a unos cinco o siete centímetros de distancia del micrófono, las ondas se captan y se amplifican mejor. Entonces ¿por qué nuestros vendedores callejeros adoptaron esos vicios? ¿No se habrán dado cuenta, durante años y años de oferta y demanda, que su pregón no es eficiente?

Pues ahí tenemos una tareita para todas esas ONG’s que andan buscando proyectos para sacarle dinero a las organizaciones intergubernamentales (OIG): un plan encaminado a mejorar la comunicación empleada por los vendedores ambulantes y volverla más efectiva. A ver si creamos la Organización para la Comunicación Efectiva de los Vendedores Ambulantes, OCEVA…

En fin, como decía el sabio Farhi, “Hay gente para todo”.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Memorias de un estudiante provinciano (III)

A Martínez lo conocí en un partido de fútbol. Yo iba llegando al área cuando éste me atravesó la pierna y me hizo rodar hasta la zanja que hay detrás de la cancha. Después de eso se armó la pelea, todos repartieron puños y patadas. “Sí están jodidos - dije yo - fue sólo una falta y ya”. “¿Es que acaso no vinieron a jugar fútbol”, dijo Martínez. “¿Cómo esperar jugarse un picado sin recibir ni un golpecito?” Me fui antes de que terminara la pelea. Igual ya habíamos ganado y terminamos segundos en el mini-torneo que organizamos. Después nos fuimos para el billar a tomarnos unas cervezas entre todos los que jugamos. Allá me encontré otra vez con Martínez. Entre copas hablamos de libros, nos hicimos amigos, criticamos todas las clases de la universidad, pagamos la barra libre y jugamos unas cuantas carambolas. Tal vez cincuenta. En esas quedamos cuatro y los demás se marcharon. El dueño del local estaba rematando el negocio y, por diez mil pesos, nos concedía todo lo que aguantáramos a tomar, con una condición: el decidía qué y en cuál orden lo servía. Empezó con un ron de caña, esos de etiqueta barata, y en seguida sirvió piña colada, aguardiente, vino, tequila y no sé qué más. Eso me contaron porque yo perdí la cuenta al tercer trago. Tenía cuatro o cinco cervezas encima más el licor que nos metió el tendero. Nunca me había emborrachado. Todo me daba vueltas. Quise salir a la calle y no pude. Di tres pasos y me fui de bruces contra la mesa de billar. Vomité en el piso y, cuando levanté la mirada, la vi a ella…

- ¿Guerreritos?

- Ahmmm!

- ¡Déjelo que está Borracho! No le haga caso

- ¿Pero alguien lo va a llevar?

- Ahmmm!

- ¡Claro! No ve que no puede ni hablar…

- Ma-ar- tínez Us-ted me llev--a. Podemor llevarla a…

- ¡No creo que Patricia se le pegue viéndolo con esa pinta, huevón!

Patricia dio la vuelta y un Sentra se detuvo al lado de ella. Subió y se marchó sin despedirse. Martínez me cargo como pudo y me echó en un bus con rumbo a su casa…

¿Nos preocupa el secuestro?

Un día llamé a una amiga con la que no hablaba desde hace tiempo. “¿Cómo estás?” - Le dije. “Mal” “¿Por qué?” “Secuestraron a mi novio”. Después de eso tratamos de charlar, pero a los dos se nos dificultó amenizar la conversación. Desde entonces no me he atrevido a tocar el tema con ella y, escasamente hemos hablado. Pero sí me he sentado a pensar en cuánto cambia nuestra visión, cuando las cosas nos suceden a nosotros. Ella bien pudo haber sido una de aquellas personas indolentes al tema del secuestro. Sin embargo, ahora quería tener una visión más amplia del conflicto colombiano y emitía sus propios juicios a uno y otro respecto. Nunca antes había opinado sobre el tema. A mí, en cambio, este problema siempre me ha deprimido. No lo he vivido en carne propia y tampoco lo han padecido personas más cercanas a mí. No obstante, cada vez que escucho la radio en las mañanas siento ganas de romper en llanto para acompañar la pena de quienes les leen mensajes a sus seres queridos en este medio. No saben si será posible que los escuchen. Adivinan, o mejor, están esperanzados, en que al menos un radio y un par de pilas los acompañen para que informalmente asistan a “su reunión familiar”. El dolor de estos familiares es tan desahuciado y desgarrador que hasta los radioescuchas más atentos ya nos sentimos cercanos a quienes están privados de su libertad. Tal vez todos nos hayamos enamorado de “Lizcanito”, “Monito” y tantos otros cautivos. Sin embargo, hasta desconocemos si aún están vivos o si les permiten escucharnos.

Seguramente todos nos habremos preocupado alguna vez por una persona que salió de casa, se demoró más de la cuenta y no llamó para avisar. Un hijo, hermano, pariente, pareja, amigo, etc. Y esa preocupación nos intranquiliza. “Tal vez se entretuvo en tal o cual almacén”, pensamos. “¿Al fin entraría a la película?” “¿Se encontraría con Fulano o Sultano?” “¿No conseguiría bus?” “¿Le pasaría algo?”. Bueno, y qué tal si “le pasó algo”. Imaginemos que esa persona no vuelve jamás. Desapareció. Nos enteramos que fue secuestrada… Así, tal cual fue ese sentimiento que nos invadió en esta milésima de segundo, es el que ha roto a muchas familias colombianas durante 5, 8 ó 10 años. Ése mismo llevó a Gustavo Moncayo a caminar cerca de 1.000 kilómetros, pidiendo solidaridad. Pero ¿Cuál fue nuestra respuesta? …Los mensajes de otros radioescuchas, los de la W radio en Colombia, son ‘ejemplares’: “¡no podemos darle ni un centímetro a esos delincuentes!” “¡No negocie con esos bandidos, presidente!” Y el peor de todos “Lo siento por las familias de los secuestrados, las respeto mucho, pero en toda guerra debe haber muertos y personas sacrificadas…” (Aclaro que estas frases no tienen las palabras exactas de cuando las oí, pero la esencia del mensaje sí es la misma). Con esta indolencia ¿qué podemos esperar? No sé cuál sea la solución más adecuada para negociar el retorno de los cautivos, pero sí me atrevo a decir que no sólo a los secuestradores les hace falta voluntad de negociación. En esa sopa también están el gobierno y la opinión pública. ¿Cuántos de ustedes, queridos lectores, piensan en una, dos o tres ocasiones al día en los secuestrados? Felicito a quienes levantaron la mano. A los demás los invito a expresar, con alguno de sus interlocutores cotidianos, al menos un gesto de malestar por la situación de ellos. Por lo menos a decir “¡Qué mal que esto exista!” - “¡Quisiera que los liberen!” “¿Será que puedo hacer algo al respecto?”. Seguro no aparecerán respuestas inmediatas. Pero sí iremos creando un inconsciente colectivo que nos obligará a idearnos el camino. Hoy no tenemos ese inconsciente. Pero cuando lo tengamos, pesaremos como multitud de opinión y seguro lograremos el retorno, de nuestros (porque son de todos) seres queridos.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Transporte ¿urbano?

Dos errores graves perjudican al transporte público de una ciudad como Bogotá: la desorganización y la incorrecta utilización. Lo curioso es que todos los involucrados en el negocio de la movilidad, es decir, peatones, pasajeros, empresas, conductores, entidades y cuantos queramos añadir, tienen un grado de responsabilidad en esos dos problemas. A las empresas y conductores, por ejemplo, no parece habérseles pasado por la cabeza que las máquinas se deterioran y en algún momento deben cambiarse o, por lo menos, repararse. ¿Cuántos buses no emiten mugidos como de elefante mal herido cuando frenan en alguna esquina? Y por cierto, ¡Frenan en las esquinas! Sí, en las bocacalles. No porque así se les antoje, sino porque a los peatones no se les ocurre mejor sitio para pedir el bus. Siempre nos hemos quejado de la falta de urbanidad de los conductores, pero somos los pasajeros quienes utilizamos equivocadamente los paraderos de buses. Generalmente, existe la concepción del paradero como el único lugar donde no se puede esperar transporte. Peor aún, algunos pasajeros se molestan cuando el bus los lleva 200 metros más allá de donde quieren, es decir, el lugar del paradero. Pero no sigamos eximiendo a los señores conductores, a quienes les agradan las carreras de obstáculos. En Bogotá, este tipo de competencia se asemeja al ciclismo de ruta: cuando un bus le lleva un minuto de diferencia a otro de su mismo itinerario, arranca un cabeza a cabeza para determinar quién saca la mayor diferencia. Lo insólito del hecho, es que, dado su afán por tomar la delantera, ninguno se detiene a llevar pasajeros. Tal vez si hubiese hinchas para este ‘prospecto deportivo’ la corrida resultaría interesante, pero hasta donde yo tengo entendido, la idea es transportar a los habitantes de la ciudad desde un destino hacia otro. Transmilenio, por su parte, ofrece todo un universo de situaciones para analizar. Pero atendiendo a los dilemas de organización y utilización, mencionemos sólo un par: hace poco la alcaldía optó por reorganizar las rutas. Los recorridos propuestos realmente podrían resultar eficientes si existiese algún tipo de manual para ayudar a interpretar los mapas de rutas, pues lo más normal es encontrase con personas que preguntan ¿qué ruta me sirve para ir a…? ¿Dónde para este Transmilenio? ¿Por qué no se detuvo en la estación anterior? Claro, también muchos usuarios, detenidos frente al cartel explicativo de los destinos, con el dedo índice derecho puesto en la estación de destino y el izquierdo en el número de la ruta indicada interrogan ¿Será que éste me sirve? En fin, el que esté libre de culpa…

La foto de la buseta verde de Somalia es de flickr pero, la verdad, ya no me acuero a quién se la robé, de todas maneras gracias....


domingo, 11 de noviembre de 2007

Las crónicas y relatos de J.A. Osorio

Hace unas semanas me deleité leyendo la reseña “Relatos, de John Cheever”, publicado por Camilo Jiménez en su blog. (http://elojoenlapaja.blogspot.com/). Yo no he leído a este autor, admito, además que no lo conocía. Pero, por alguna razón, la lectura de la reseña y de los comentarios me trajo a la memoria las crónicas y relatos de uno de los mejores cronistas bogotanos, uno que, además, la historia ha olvidado. Un autor que se dedicó a relatar la vida cotidiana, sobre todo, de la pobreza bogotana antes de los años 50. Se trata de José Antonio Osorio Lizarazo. Sus crónicas, cuentos y novelas corresponden, más que todo, a los años 30 y, tal vez, ofrece los textos más significativos de la llamada “Atenas Suramericana”, pues aunque Osorio alcanzó a vivir el bogotazo, para entonces ya estaba próximo a dejar de escribir, aunque murió 16 años después. J.A. Osorio, acompañaba a sus personas a vivir en la extrema miseria, se hacía amigo de ellos para poder relatar su intimidad, le cautivaban todos lo que estuvieran desde el centro de la capital hacia el sur, al parecer también se relacionó mucho con el gremio entonces agonizante de los tipógrafos, que luchaba por no desaparecer. No era activista pero sí ensayista y conocía muy bien las ideologías de los nacientes sindicatos. Pero más allá de retratar esa realidad, también inventó personajes con historias increíbles aunque posibles y encontró otros reales que parecían vivir su propio relato de ficción, tal como lo demuestran algunos apartes de la crónica “Pablo Emilio Mancera, el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector”, publicada por el diario El Tiempo, el 26 de marzo de 1939. (Parece que entonces los espacios eran más generosos con los títulos):

“Ahora Pablo Emilio Mancera, al filo de los sesenta años, está refugiado en un pueblo de la Costa, buscando un poco de calor personal para sus huesos envejecidos sin fruto personal. No en vano se mantuvo durante cuarenta años de pies ante un chibalete, en una diminuta imprenta que fue la única propiedad de su existencia… … ‘Una edición representaba, por consiguiente, algo más del salario correspondiente a un mes. Pero era indispensable que yo sostuviera el periódico, y así fui acostumbrándome a no comer. Y hoy, mi querido amigo, puedo vivir con dos panelitas de leche, un centavo de queso y un pan…’

… ‘Claro, compañero, cuando estos amigos míos alcanzaban posiciones ambicionadas, se avergonzaban de haber colaborado en cosa tan humilde y tan rebelde como mi periódico y me negaban el saludo, cuando iba a ofrecerles una suscripcioncita’.

… Lo acompañé a buscar (pedir) dos pesos por la ciudad para comprar media resma de papel. Anduvimos mucho. No quiso entrar a un café a tomar algo. ‘No hay tiempo, compañero. El periódico espera. Puede llover de un momento a otro, y la imprenta está a la intemperie. Hay que cubrirla. Además, si cae granizo, el tipo se daña’… …Así el periódico circulaba solamente cuando Mancera había conseguido tres pesos…

…Tenía, por primera vez, dinero. Me parece que con ocasión del cruel asesinato del general Uribe Uribe hizo una edición especial de La libertad, con intención consagraticia, y pudo incluir en ella un gran retrato del caudillo ultimado. Esta edición fue, acaso, la única que trascendió al público y no pasó, bajo el brazo de Mancera desde las cajas hacia las retinas de quien nunca habría de leerla. Me dijo que le habían quedado como cien pesos…

… ‘¡Cien pesos, compañero! Como para mejorar notablemente la imprenta Pero no me pertenecen a mí, propiamente, aun cuando los hubiera obtenido con mi trabajo… …había que invertirlos en la educación de los obreros. Meditamos, con Carlina mi mujer, muy detenidamente la cuestión. ¿Compraríamos unos libros, fundaríamos una escuela, crearíamos una biblioteca? Para cualquier cosa, cien pesos eran muy poco dinero. Podíamos fundar un sindicato, compañero, como base para que los obreros fueran siendo felices, por la conexión de sus aspiraciones’…

…Cuando Mancera vinculó su vida a la de la señora Carlina, ésta había aportado al hogar algún dinerillo. Precisamente de allí salieron los tipos que constituían la imprenta de La Libertad suspendida sólo hace algunas semanas cuando su director no pudo ya mantenerse de pues frente a los chibaletes donde se guardaban las pobres matrices fundidas hace treinta años… ‘Por fortuna con la plata de Carlina habíamos podido regalarle a la biblioteca del sindicato la Historia del Mundo en la Edad Moderna, muy bien ilustrada, en cuatro tomos, que costaron cien pesos ¿no, Carlina?’…

…Mancera tuvo un hijo, tal vez antes de su matrimonio… …un pobre muchacho desnutrido y flaco, que pagó la adolescencia y se sorprendió ante la juventud sin un amparo… un día (el hijo) me escribió una carta… ‘Usted fue amigo de mi padre y yo lo soy de usted. Mi padre ha hecho de su vida una lucha sin sentido, y yo no le he encontrado sentido a la mía. Ahora amo a una mujer, centralizo en ella este mismo sentido, pero ella pertenece a un boga. Se fue con él. Como ve, tampoco por este aspecto he podido encontrar el objeto de que me hayan puesto en el mundo. Qué dice, señor: ¿Los mató? ¿Me suicido?’

…Yo no le contesté nada…”.

Os saluda el calentamiento global

Nuestra situación es como la de un paciente con una enfermedad terminal. Sabe que poco a poco su existencia se irá diluyendo y que, en cualquier momento, todo habrá finalizado. Cuando es consciente de su padecimiento empezará a otorgarle el verdadero valor a una lágrima, a una sonrisa, a un amigo. A partir del diagnóstico, su vida correrá como en cámara lenta...

El mundo ya está diagnosticado también, pero sus familiares (nosotros) no hemos entendido la magnitud de la enfermedad. “No importa lo que hagamos ahora, el calentamiento aumentará: hay un tiempo de retraso antes de que el calor provoque todos sus efectos en la atmósfera… …Nuestra tarea es menos estimulante: contener el daño, lograr que las cosas no se nos escapen de las manos”, dice la revista Natgeo. ¿Muestran las fotos que acompañan este texto que las cosas no se nos han escapado de las manos? Es irónico que un fenómeno llamado calentamiento global traiga lluvias torrenciales e incomparables para la población. Y también es paradójico que nosotros, los tercermundistas, hayamos creído que éste era un problema sólo del primer mundo, que las olas de calor solo se verían en Europa, que las cosechas echadas a perder serían las norteamericanas, que los huracanes , las inundaciones, los congelamientos y las sequías eran problemas separados y de otro continente. Pero no, resulta que todo hace parte del mismo fenómeno. Así lo explica Al Gore en “An Inconvenient Truth”.

Lastimosamente, el problema también es nuestro. A comienzos de este año, un gran porcentaje de las cosechas de verduras y hortalizas se perdió a causa de una de las más fuertes heladas de nuestra historia. Hasta las lechugas se encarecieron. A mitad de año no caía ni gota de agua. Los bogotanos salieron a la calle en bermudas y hasta en bikini a gozar de las playas artificiales instaladas en los Almacénes Éxito. Gozaron de un verano sin mar ni río, pero con ciclovía. Los vendedores de bebidas hicieron su “agosto”. Y llegó noviembre con la mayor granizada de la historia (luego nos informaron que ni siquiera se llevan registros comparativos sobre esto, ¡vea Usted!) y con una noticia calamitosa (al menos para mí): desaparece el pan de $100, las tejas subieron un 300%, las construcciones de la capital colombiana no estaban preparadas para una catástrofe. Y dizque estamos alistándonos para un temblor. Pero aún, ¿si Bogotá no está prevenida, qué podemos esperar de las demás ciudades colombianas? Está muy bien que le sonriamos al clima, nos divirtamos con el sol y el hielo. Pero algo tendremos que hacer, sobre todo cuando los científicos advierten que los efectos se intensificarán cada año (y si ésta granizada fue así…). Ya es hora de que los ciudadanos y los gobiernos nos pellizquemos al respecto. No se trata de conservar el medio ambiente para las generaciones futuras, nosotros ya somos la generación futura.


Memorias de un estudiante provinciano (II)


02.

La verdad ya no sé cómo vestirme para salir de la casa. A veces me pongo una camiseta aprovechando el sol que se asoma por el pedazo de ventana de mi cuarto, pero me encuentro con una lluvia torrencial apenas a medio camino hacia la universidad. Es curioso: ésta siempre aparece cuando he olvidado el paraguas. De lo contrario, sólo hace frío. Y cuando salgo arropado hasta las narices, con chaqueta y bufanda, maldigo la canícula que se desata desde las diez u once de la mañana. Para rematar, el calor provocado por mi maleta llena de libros y cuadernos calienta mi espalda hasta que empiezo a desatar un sudor que pronto acompañan mis axilas. Así es como termino maloliente y acalorado. No obstante, el día no siempre termina así. A veces, el agua llega después de la calentura traída por el sol, justo antes de volver a casa. Como no he llevado el paraguas, toda mi ropa -y mi cuerpo hasta el cogote- se empapan de lluvia. Ésta me causa una terrible picazón en todo el cuerpo y, entonces, paso a darme arañazos por toda la piel para sentir, aunque sea, algo de alivio. Cuando entro a casa mojo todo el piso. Tiro la ropa por alguna parte. En lo que menos quiero pensar es en lavarla y en preparar algo de cenar. Me lanzo a la cama, me tapo con las cobijas y enciendo la radio, a ver si la música me consuela. Por eso, casi todos los días prefiero salir vestido de acuerdo con el clima matutino. Si está soleado salgo con ropa ligera y cargo chaqueta, saco, bufanda y paraguas en la mochila. Si está lluvioso salgo arropado con todo eso y cargo un maletín grande para luego tener donde guardarlo. Si sólo está frío, hago lo mismo, pero guardo el paraguas en el morral. ¡Claro! ¡No siempre recuerdo estas precauciones! Si voy de afán (lo cual es la mayoría de las veces) salgo sin detenerme en estos cuidados y entonces recibo la inclemencia del clima. De lo contrario, cuando recuerdo estar prevenido, el clima se mantiene inmutable, mientras yo marcho ‘inmutablemente incómodo’.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Memorias de un estudiante provinciano


01.
En mi casa la cena siempre es la misma. Uno tiene que acostumbrarse a olvidar la comida preparada por mamá porque aquí es muy difícil encontrarse con un plato igual o mejor. Claro, a veces, lo de mejor es imposible. Primero, no sé prepararlos. De hecho, nunca había sido consciente de la necesidad de aprender a cocinar. Hasta descubrí hace poco que mi único conocimiento culinario es freír huevos y hervir agua. Y no preparo huevos con cebolla ni tomate. A veces hasta quedan sin sal, pues el no dominar este tipo de procedimientos ocasiona olvidarse hasta de que la comida es sosa. Segundo, si llegara a encontrar un plato con tan buena sazón, me costaría un ojo de la cara, por lo cual jamás aspiraría a pagar por uno. Por eso, la cena siempre es la misma. Y después de borrar de la memoria la comida del hogar, termino yendo derecho hacia el perro de la calle, la arepa con ‘algo’ encima, la lata de atún. Pero no siempre se pueden comprar perros calientes. A veces son baratos, pero conseguirlos implica caminar unas cuantas cuadras de más. Luego, su precio se muestra tan bajo que despiertan poca confianza. Y si llueve, tampoco se puede llegar hasta el cochecito de “La Perrada de Ergar”. Después queda la arepa, pero no siempre se tiene ‘algo’ para ponerle encima y la carne desmechada no es fácil de preparar. Entonces se acaba siempre en el mismo lugar. Siempre, cada mes, después de intentar todas las alternativas, no se llega a concluir una solución diferente a hervir unos gramos de pasta y añadirle una lata de atún. Pero surge el consuelo repentino: “peor es nada”, pienso. Así que meto el tenedor en el plato, con el mayor de los gustos.

En fin, después de probar una comida chatarra u otra, se llega a pensar que aquí no se trata de disfrutar de la cena, sino de comer por obligación…

Espera la continuación de estas memorias...

jueves, 1 de noviembre de 2007

Les propongo ‘el canje’


Ser distraído puede ser una ventaja. Pero a veces es una lástima. Cómo quisiera recordar a quién diablos le presté El Cantar de Los Nibelungos. Me di al trasto buscándolo. Recorrí librerías y, al final, pagué más de lo que llevaba en el bolsillo (Le pedí dinero a mi novia). Me endeudé, pero lo compré. Lo leí. Abandoné las obligaciones por unos días sólo porque no podía despegarme de los avatares de Sigfried y todos esos elementos mitológicos allí mencionados. Esos que Harry Potter replica de manera sospechosa. Pero todo no podía ser perfecto. Al parecer se lo presté a una persona de confianza. Y tan confiable será, que ya no recuerdo quién era. No anoté. Y así se evaporó de mi biblioteca como otros tantos que creo tener y cuya ausencia descubro cuando quiero rebuscar una frase o episodio del libro. Se marchó a otros estantes junto con Niebla, Crimen y Castigo, El Juguete Rabioso, La Voz del Violín y quién sabe qué más. Claro, en el mío también aparecieron otros como la compilación de Novelas y Crónicas de J.A. Osorio. Pero nada recompensa Los Nibelungos. Bien me decían alguna vez que quien regala un libro es un gran hombre, mientras quien lo presta es un completo idiota. De ahí surgió para mí una nueva costumbre. “Si te presto un libro, tú me prestas otro igual de importante. Luego nos los devolvemos”.

Prueba

Estoy realizando algunas pruebas para volver... Published with Blogger-droid v1.3.4