
- ¡Permiso, Señor! Perdone, lo tengo que rasurar.
- ¿Qué? ¿Rasurar?, dije, mientras me llevaba la mano a la cabeza
- Es que para la cirugía se necesita. ¿Podría levantarse la camisa, por favor?
Obvio. No me iban a rasurar la cabeza, sino el abdomen. Ahí era donde iban a cortar. La enfermera no se atrevió a cortar muchos vellos, pero más tarde en cambio, noté que la cuchilla había bajado un poco más allá. Pero lo que más me incomodaba era estar desnudo. Envuelto en una sábana y sin poder moverme a causa del dolor. Pensé entonces, por un instante, que en las salas de cirugía la intimidad se pierde. Después de que la anestesia logra su efecto, te descubren, arrojan la sábana a un lado y quedas desnudo sobre la camilla. Luego te rompen, te cosen las tripas, te observan, pueden estudiarte, detallarte, reírse, admirarse, etc. Tal vez por eso, cuando uno se despierta siente dos cosas: dolor y vergüenza.
- ¡Ah! ¡Tiene los calzoncillos puestos!
- ¿No le dijeron que debía quitarse TODO?
- La enfermera dijo que esos me los quitaba acá, antes de entrar al quirófano.
- ¡No! A ver, lo tapo con las sábanas y se los quita.
- ¿Pero y... qué va a pasar con...
- Échelos aquí yo se los llevo a su familiar que está en la sala de espera.
A esa hora, quien me acompañaba en el hospital era mi suegra. Debió ser ella quien guardó mis calzoncillos. No he querido preguntarle en qué momento, ni cómo se los entregaron.
- Tranquilo, recuéstese, no mire, respire.
- Voy a ponerle los electrodos
- ¿Tipo de Sangre? ¿Tenemos los exámenes?
- ¡Que no levante la cabeza! ¡Eh! ¡Qué hombre tan curioso, fresco que no le voy a hacer nada! Sí, lo estoy inyectando. Esa es la anestesia. Por la máscara sólo le va a pasar oxígeno. Ésta anestesia es diferente a la que recibió en su anterior cirugía.
- Ya viene el Dr. Guevara
- Va a experimentar un mareo y empezará a ver borroso. No se asuste es normal...
El ambiente empezaba a desvanecerse. Mis ojos veían como si fueran un lente desenfocado. Cada vez había menos luz. Ya no sentía dolor. La anestesia cobraba efecto.
- Bueno, Gabriel. Cuando yo cuente hasta diez se habrá dormido. Tranquilo, lo vamos a operar. Suerte. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, nos vemos más tarde, nueve...
El dolor había empezado a eso de las once de la noche, cuando todavía le dábamos unos retoques a la revista. Aguanté, lo dejé pasar. Esperaba llegar a casa, tomar un laxante, ir al baño, y salir de ese problema, pero me equivoqué. No se trataba de eso. A las 12:30 de la noche me retorcía en la cama. A la 1:00 a.m. La droguería trajo el laxante. Pero no lo tomé.
Poco antes de recibirlo había sentido ganas de correr. Me levanté de la cama. Antes no había sido capaz de ponerme la pijama, entonces no fue difícil. Buscaba el baño. Abrí la puerta, pero no pude llegar hasta el retrete. Unos centímetros más atrás ya había trasbocado y todo el piso se llenó de vómito. Empecé a sentir asco de todo lo que había comido durante el día. Sentí mareo y un frío terrible que me recorría todo el cuerpo. Pero éste sudaba, sudaba a chorros, como el de un caballo de carga. De todas formas creí que el dolor se iría con ese vómito, así que trapeé el baño, limpie el lavabo y quise acostarme.
Pero nunca antes deseé vomitar más que otra cosa. Las náuseas y el vómito me hacían olvidar de ese dolor punzante en el estómago. Sentía como si alguien lo estuviera halando, tratando de arrancármelo. Me acostaba hacia la izquierda, hacia la derecha, boca abajo y hacia arriba. Pero no lo soportaba, no podía. Quise dormir para que el sueño se lo tragara y me hiciera olvidarlo. Tampoco lo logré. Hacia las tres de la mañana ya había vomitado entre 10 y 15 veces. Primero era una mezcla entre agua y alimentos, después un líquido amarillo que poco a poco se fue tornando verde y espeso.
Con el cansancio acumulado, la deshidratación, las náuseas y el sueño empecé a ver oscuro. Todo daba vueltas. El dolor se incrementaba y era tan fuerte que ya no pude sostenerme en pie. Me derrumbé junto al retrete y noté que tenía en mi mano el teléfono. Eran las tres y diez.
- ¡Aló!
- Necesito ayuda
- ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
- Siento que el estómago se me va a estallar. No me puedo sostener de pie. He vomitado mucho. Estoy sudando frío. Necesito que me lleves a la clínica.
- ¡Ya.... ya.... ¡Ya voy para allá!
- ¿Te ayudo a subir? ¡Ay! ¡Estás frío!
- Me duele...
- ¿Comiste algo raro? ¿A qué hora llegaste?
- Me duele....
- ¿A qué clínica vamos?
En la Sala de espera seguí sintiendo náuseas. Prácticamente espere el llamado del doctor en el baño del hospital.
- Vamos a ordenar exámenes de sangre, de cirugía y una ecografía. También le vamos a poner suero y un medicamento para que no vuelva a sentir ganas de vomitar. Siga por aquí
- Me duele... ...estoy mareado. Veo todo oscuro.
Sentando en un mueble, con el suero colgado a un lado y los calmantes entrando por el mismo tubo, pude cerrar los ojos. Tal vez dormí, tal vez me desmayé. Despertaba y dormía de modo intermitente.
- ¿Ya estás viviendo con tu abuelita?
- ¿Qué?
- Que si ya te trasteaste para que arreglen tu casa, ¿Dónde dormiste hoy?
- Pe.. pero....
- Ah sí, yo llamé a tu casa.
Volví a mi sueño-desmayo
- Creo que está desvariando, pobre. Debe estar muy débil
A veces abría los ojos y veía a mi acompañante. Otras veces me encontraba solo. Después la volvía a ver con algunos papeles. Luego me pasaron a una camilla. Al mediodía, Ocho horas después de llegar a la clínica, desperté en medio de un grupo de médicos. Uno de ellos tenía una placa en su saco. “Dr. Guevara”, decía. Cada uno de los galenos me hacía sus respectivas preguntas:
- ¿Ha sentido dolores similares antes?
- ¿Ha vomitado?
- ¿Tuvo fiebre?
- ¿Cómo era el vómito?
- ¿Le duele más aquí o aquí?
- ¿Cuándo hago esto le duele?
- ¿Le duele más al presionar o al soltar?
- Es apendicitis, hay que operar ahora mismo – sentenció el Dr. Guevara
Antes de entrar a la preparación para la cirugía, el dolor había desaparecido. No importaba ya. Todo estaba programado. Entraría al quirófano a eso de las tres. Desperté a las 4:20 p.m...
CONTINUARÁ... en lo posible....